En este Día del Libro os traemos una preciosa reflexión de unos de nuestros autores, Joaquín Cotán (coordinador de Rapsodia para la reina. Rapsodia para un bohemio y autor de la novela Un beso de incienso y azahar). Esperamos que la disfrutéis.
Notre Dame de París: la huella del ser humano para Víctor Hugo
Hace una semana recibimos una noticia muy desagradable para los que amamos el arte y lo entendemos como expresión vital de los mortales. La catedral de Nôtre Dame de París sufría una llamarada irremediable, cuyo resplandor de las llamas parecía teñir de rojo a los sillares de ambos campanarios. Se me vino a la mente una de las escenas finales de la novela de Víctor Hugo, cuando el pobre de Quasimodo usa la catedral como bastión para defender a la gitana Esmeralda, la única persona que lo ha tratado con amabilidad en su miserable vida.
La catedral, a lo largo de los siglos, ha sufrido varias violaciones. París, que ha sido cuna de la Revolución Francesa, puso fin al Antiguo Régimen en 1789, y, desde entonces, ha visto al edificio gótico con miradas amenazantes. Parecía un bulto, un grano incómodo e incoherente que estorbaba, y que no tenía sentido para las nuevas ideas liberales, tan anheladas como necesarias. El París del progreso consideraba los edificios medievales como vulgares y deformaciones monstruosas, por lo que actuaba arrancando el plomo del techo para fabricar balas, fundiendo las campanas de bronce para hacer cañones y destrozando muchas de las vidrieras repletas de colores llamativos. Ante este horror contra el patrimonio, Víctor Hugo se opuso. Y en 1825, seis años antes de la novela, ya publicó un folleto titulado «¡Guerra contra los demoledores!»: Quién sabe qué edificios se están construyendo (con la ridícula pretensión de ser griegos o romanos en Francia, y que no son romanos ni griegos), mientras otras estructuras admirables y originales están cayendo cuando su único delito es ser francesas por origen, historia y propósito, dice Víctor Hugo en el texto.
Cuando escribió Notre Dame de Paris, en los últimos meses de 1830, presionado por su editor Gosselin, su intención era criticar la devastación que el urbanismo parisino de la época llevaba a cabo, desmantelando los edificios anteriores al Renacimiento. Coincido con él en que, si borramos el patrimonio material del Antiguo Régimen, —ojo, he dicho el patrimonio, no sus ideas, que pueden habitar en cualquiera de nuestras mentes—, borramos el sentido de muchas generaciones pasadas, analfabetas muchas de ellas, cuyo sentido de su existencia estaba en aportar su grano de arena en la construcción de una catedral, anhelando una vida mejor en el más allá. Lo mismo ocurría en los gremios hispalenses de entonces. Plateros, panaderos, hortelanos o ceramistas se reunían para pedirle a Dios valores como amor y esperanza ante su desconcierto y malvivir cotidiano. El edificio gótico en París, y también las fiestas populares en España como la Semana Santa, quedan entonces como testigo, la huella resistente del ser humano ante el inexorable paso del tiempo. La memoria del vasallo queda encarnada en la piedra y en la vidriera, en el cirio y en el antifaz, mientras el poder se preocupaba y se preocupa en no perder su poder.
En estos días he vuelto a leer el capítulo de la novela, Esto matará a eso. En él, Víctor Hugo parece hacer un ensayo donde resalta que un poder iba a suceder a otro poder. El título podría cambiarse por El libro matará al edificio. O lo que es lo mismo: el misticismo iba a ser sustituido por el conocimiento. Pero este paso no ha sido nuevo en la historia del ser humano. Ya en la antigua Grecia, se hizo el paso del mito al logos. Pasar de adorar a Zeus, Afrodita y Atenea a escuchar y entender a Sócrates, Platón y Aristóteles. Y releyendo entre sus páginas, Víctor Hugo lo deja claro. Cito textualmente: Toda civilización comienza por la teocracia y termina por la democracia. Por tanto, creo que es sano para la sociedad que exista una armonía, sin abuso de poder, entre el patrimonio estanco del Antiguo Régimen y todo lo que representaba —monarquía, iglesia, ejército— y el progreso, es decir, la democracia, la ciencia, y el diálogo. Para evitar complejos, miedos e inseguridades, es necesario comprender el pasado para mejorar nuestro presente, porque no lo sabemos todo. Y es ahí, en nuestra ignorancia ante las adversidades, cuando volvemos a sentirnos como Quasimodo. Podemos vernos indefensos y amenazados, tratando de proteger aquello que nos ha hecho sentir tan vivos como dichosos y deseados.
En España, especialmente en Andalucía, no es nueva la noticia de la quema de iglesias y pintadas sobre sus muros. Un acto que destruye, y no construye. Por eso mismo, y siguiendo unos pequeños pasos sobre aquella enorme estela de Víctor Hugo, en la novela, Un beso de incienso y azahar, trato de manifestar que la pasión que se sentía en el Antiguo Régimen por la Semana Santa era, ante todo, humana. No sabemos dónde termina lo popular y donde empieza lo religioso. Se entremezcla todo en una difuminada escala de grises. Otra cosa es su institución, si está corrompida, o no. Pero eso es otra historia. Creo, y por tanto al creer se afirma que no se está seguro, que no podemos avanzar si nos sentimos huérfanos de sentimientos espirituales.
Por suerte, los medios de comunicación aseguran que la catedral estará reconstruida en unos cinco años. Así que, espero que Quasimodo se quede tranquilo. Las campanas de Nôtre Dame seguirán sonando, y su historia nunca se olvidará gracias al repicar de sus campanas.